A las 20:07 del domingo pasado, los mexicanos presenciamos como minutos después del cierre de las casillas, la rutina de los principales actores políticos a la que estábamos acostumbrados, cambio totalmente cuando los tres candidatos presidenciales derrotados empezaron a salir ante los medios de comunicación para aceptar la victoria de su adversario. Por su parte el vencedor esperó a que el Instituto Nacional Electoral diera a conocer el resultado de su conteo rápido.
En México era casi una tradición que la noche de la jornada electoral dos o más candidatos se declararan como ganadores, que al no obtener la mayoría de los votos desconocieran los resultados oficiales acusándolos de fraudulentos y que acudieran a las autoridades correspondientes para presentar sus inconformidades; generalmente al final el Tribunal Electoral validaba el resultado.
En esta ocasión el único factor que es diferente fue que el candidato vencedor es aquel identificado como de izquierda y que en las dos anteriores elecciones, de acuerdo con las autoridades electorales no ganó; alimentando una corriente de opinión que desconfiaba de los órganos electorales.
La mayoría de las personas integrantes de esta corriente de opinión apoyan al virtual presidente electo, lo que hace improbable que mantengan su nivel de crítica hacia el nuevo gobierno.
Como sucede en los países democráticos, es necesario que las fuerzas políticas y sociales que no están de acuerdo con las acciones gubernamentales puedan hacer escuchar su voz ejerciendo su derecho a disentir y a la libertad de expresión, de esta manera los críticos de ayer se convierten en los criticables de hoy.
Bien dicho
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